Son cosas de niños y no pasa nada, ¿verdad? ¿Cuántas veces habéis oído esa frase? No pasa nada hasta que Marta, una joven de dieciséis años, decide acabar con su vida tras sufrir todo tipo de humillaciones por parte de un grupo de cuatro compañeros del instituto. Isabel, su mejor amiga, promete frente a su ataúd hacer todo lo posible para desvelar lo que sucedió. Veinte años después, Isabel trabaja como orientadora en un instituto privado y se enfrenta a un nuevo caso de bullying contra un alumno. Al mismo tiempo, Eliseo Camacho, que investigó el caso del suicidio de Marta, se enfrenta a la investigación de la muerte de varios adolescentes que aparentemente no están relacionadas. Pero algo que descubre en la investigación relaciona ese caso con el de Marta e inicia una carrera contrarreloj para evitar que se cierre el círculo. Este es el argumento de “El cerebro de Caín”, la segunda novela de Eduardo Blazquez Vega. Una novela sobrecogedora que nos muestra, en toda su crudeza, la pasividad de los centros educativos y de la justicia. Quien más y quien menos sufrió algún episodio de acoso escolar en su infancia o adolescencia, aunque hace 20 o 30 años las burlas no alcanzaban las cotas de ahora por una razón muy sencilla: no había Whatsapp ni redes sociales. Ahora no es suficiente con humillar a una persona, hay que colgarlo en redes para que hasta el último mono le vea sufrir y se una a la burla colectiva. El autor, con esa prosa tan personal capaz de transmitir desde el aleteo de una mariposa al dolor más inconmensurable, nos muestra las dos caras de la moneda: el terrible sufrimiento de las víctimas de acoso y las escasas medidas que toman los centros en aras de mantener una reputación intachable. Ambientada en Aluche, Herrera del Duque y Lerma, la novela no solo nos desgrana cómo se gestó la tragedia sino también las terribles consecuencias que el suicidio de una joven tuvo para su entorno familiar. Esa parte de la historia que nunca es noticia porque lo que interesa a los medios en conseguir la imagen de unos padres desgarrados ante el féretro que contiene los restos mortales de su hijo. Como ya hiciera en “La imagen deformada”, el autor nos muestra que, en ocasiones, no vemos más que la imagen deformada que nuestro círculo cercano nos quiere mostrar. Y es esa imagen irreal la que nos impide ver el dolor que corroe a nuestros compañeros o amigos. No sé cuál es la solución a este problema, pero desde luego no es expulsar al acosador que se pasará los días jugando con la videoconsola o el móvil y disfrutando de los días de asueto por haber gastado una broma al “pelele” de turno, ni ofrecer a los padres de la víctima un cambio de centro educativo. Algo está fallando en la sociedad. Cada vez hay más acosadores, violadores, maltratadores de animales e incluso asesinos menores de edad. Y no podemos culpar únicamente a los videojuegos o a Internet. Es hora de tomar medidas contundentes para evitar que un niño de seis años acabe convertido en un adolescente violento.
hace 4 años