Todo es desmedido en esta inmensa novela del griego Albert Cohen. La primera edición de Anagrama, que estaba en todos los quioscos y librerías allá por los 80, tenía una letra tan ínfima que parecía el desfile académico de un hormiguero. La aventura de recorrer sus páginas anticipaba un desgaste ocular propio de la vejez. Pero había que intentarlo. Y todo es superlativo en esta abigarrada narración. Un comienzo confuso, rápidamente se convierte en narración clásica, para luego ralentizarse en escenas sacadas de cualquier novela del XIX. De repente, el humor. La descripción del fantástico palacio de funcionarios, la Sociedad de Naciones, la familia judía recién llegada a Ginebra. Y luego los monólogos incomprensibles, los detallistas, los demoledores. Y el amor. Primero rutinario, vacío. Luego con el cataclismo de lo inesperado. Pero hay un discurso increíble que rinde a la damisela para siempre. No encaja. Pero no importa. La novela ya ha arrancado con el explosivo despegar de un cohete. Irrita, fascina. Y vuelve a arder en las manos, queriendo uno estrellar el tomo inacabable contra cualquier pared. ¡Geniales Comeclavos y familia! Hermosa Ariane, que nunca supo del amor sino femenino…. ¿O tal vez no fue así? El libro se acerca a la obra maestra de un gran creador. No es un 10 redondo, no puede serlo con tanto camino por recorrer, con una historia que se estanca de repente, que declina con el agónico morir de los corazones enamorados… Pero como las majestuosas catedrales góticas rezuma grandiosidad y sobrecogimiento.
hace 10 años