Ésta es la historia del capitán Tom Barnes, del Ejército británico, enviado a alguna zona de conflicto en Oriente Medio (el lugar nunca se menciona; podría ser, o no, Afganistán) y de cómo su destino se ve fatalmente entrelazado con el de dos jóvenes locales. En el centro de esta historia hay una mina y una explosión que abren un infierno dentro del infierno, un interminable descenso por el camino del dolor y la pérdida. En el centro de este torbellino de destrucción hay un cuerpo herido, destrozado, un ser humano roto (metáfora al fin y al cabo de toda la muerte, sufrimiento y devastación de la guerra), sepultado por todo el peso ciego de la violencia. Pero en Anatomía de un soldado ya no son las personas las que narran la masacre, sino los objetos que forman parte de ese decorado dantesco: minas, botas, drones, prótesis… Objetos (ya sean agentes de la devastación o lenitivos que la mitiguen) que van construyendo una narración vibrante, polifónica, extrañamente emotiva, que da cuenta de una manera tan original como efectiva del horror y la sinrazón. Como si solamente los objetos pudieran poner algo de calma y lucidez ante los conflictos humanos, acercarse con una empatía neutra a la carnicería perpetua que hace de los hombres desechos de los hombres. Ahí están ellos, herramientas del caos o de la vida, contando nuestra historia.